lunes, 16 de julio de 2012

La llave



No estoy seguro en que año nos encontramos. Después de la “colisión” nuestro mundo se ha visto sujeto a cambios significativos, llegando a limites que jamás nos hubiéramos imaginado. El pesar recorre mis venas secas cada vez que  mi espíritu recuerda aquella parte terrestre de lo que alguna vez fui y que  deje de ser.

Yo solía ser un habitante más de aquello que mis antepasados llamaban “tierra”. Al menos, fue así hasta antes de los sucesos ocasionados por la “colisión”. 

Comencé siendo parte de la primera expedición encomendada para hallar “la llave”  un objeto de inmensurable valor  para los científicos y  poderosos de nuestra época.

Nos escogieron entre un grupo de soldados de fuerzas especiales, y nos sometieron a un   minucioso entrenamiento para asegurar la efectividad de nuestra labor. Y  aunque no estábamos seguros en su totalidad sobre qué buscábamos. No nos tardamos mucho en hallar aquella pieza diminuta, ligera, cuya forma de  engranaje de metal negrusco la hacía ver como un fósil corriente e indefenso.

Sólo nos percatamos de lo que significaba nuestra humilde hazaña el día en que anunciaron en el noticiero central la congregación para informar a la población sobre el gran hallazgo que  traería en gloria y majestad el acceso libre  de los pasajes a través del  tiempo.

La idea avivó la llama de la curiosidad existente en mi interior. Sobretodo al oír que ahora podríamos tener el dominio sobre el tiempo, saber que  pareceríamos pequeños clones de Cronos,  omnipotentes, decidores de nuestras vidas, como los antiguos dioses. Era una idea que me seducía como las polillas lo hacen con las llamas.  Lamentablemente lo que para mí no fue más que curiosidad, para otros se convirtió en ambición y esta a su ves en codicia; Algunos se transformaron en  verdaderos reyes Midas  obsesionados, ignorantes del peligro y con ello nos trajeron la desgracia.

El día de la presentación de la “llave” había llegado. La plaza  principal de la ciudad se encontraba tapizada de gentíos fervientes,  hambrientos del saber. Las autoridades de aquellos tiempos, “los poderosos” como les llamábamos habitualmente. Sonreían a nuestro mundo, a cada uno de los terrestres que lo habitábamos. Porque  por primera vez a lo largo de toda nuestra cadena evolutiva habíamos logrado llegar a  aquello que nos haría omnipresentes, a eso que nos elevaría a la altura de “Dios”.

Cuando la máquina fue descubierta, su apariencia me dejo perplejo, parecía un viejo y ridículo reloj  de arena, que guardaba en su interior un líquido dorado que escurría desde el extremo superior al inferior de manera densa. En el medio de la parte superior  sustentado en el  vacío, levitando se hallaba el engranaje  negrusco como el onix, éste giraba de lado a lado sin tocar los bordes haciendo un círculo perfecto y estable en el interior.

-Señores, les presento “la llave”- exclamó la autoridad máxima con voz potente, resonante como un tambor.

La multitud estalló en aplausos, los elogios se elevaron por los cielos y las expectativas  ascendieron con ellos. Finalmente, había llegado el momento tan anhelado por todos, el instante en que se pondría a prueba la efectividad del aparato que nos daría acceso a través de los mundos y la vida eterna.

Tal vez debimos detenernos en ese instante. Porque por alguna extraña razón sentí como en lo más primario de mi ser, florecía la advertencia de eso que mis antepasados llamaban instinto. Un claro aviso de que no debíamos intentar doblegar al  tiempo.

Sin embargo, todo aconteció  según lo planificado. La autoridad dio la orden y  el reloj de arena fue volteado, de inmediatamente el líquido viscoso comenzó a deslizarse en dirección opuesta  y  el engranaje a girar al revés  con una velocidad inimaginable, que nos hizo pensar que impactaría contra  alguna de las paredes de la máquina.

Pero no fue así. No pasó mucho cuando un zumbido parecido al de un mosquito leve, pero constante se oyó  en el lugar, éste le fue seguido por una capa de  neblina densa que nos fue dejando  ciegos. Estábamos  deseosos, excitados por lo que sucedería,  sentía la piel erizada y el corazón amenazando con  salírseme por la garganta. Porque  sabía  que tras  aquella pared blanquecina, se encontraba el objeto que  lo cambiaría todo.

Y así fue, pronto unos rayos de luz gruesos con tonos amarillentos irrumpieron en la bruma  alumbrándonos. De inmediato  nos percatamos de que estos provenían de cada una de las puntas del engranaje oscuro, la luminosidad encandecente volvió a cegarnos  a invadirnos atravesándonos por completo, impidiéndonos  levantar la cabeza, haciéndonos sentir vulnerables al no poder  ver qué sucedía a nuestro alrededor.

El zumbido no cesó,  a ratos parecía intensificarse  tornándose insoportable, lacerándome las sienes. Por más que  intenté cubrirme los oídos el susurro se prolongaba, como si aquello proviniera desde las profundidades de mi propio cerebro y no del exterior. Pensé que me desvanecería, pero no sucedió, de pronto y tal como había llegado, el  extraño sonido desapareció.

La sensación de silencio abismal se abrió paso entre nosotros, podía oír las respiraciones exaltadas de mis compañeros, los temblores en los pechos aleteando como una bandada de pájaros cautivos, y por un instante, al olvidar la importancia del experimento. Olí el miedo circulando con su aliento fantasmal entre nosotros.

 Pensamos que había terminado lo peor cuando el crujir de algo rompiéndose nos volvió a poner en alerta, la tierra a nuestros pies parecía vibrar, como una fiera despertando del letargo de un largo sueño. La superficie en la que estábamos exhalo un rugido furioso, oscilante, antes de comenzar a moverse con violencia haciendo caer en enormes agujeros a algunos de mis pares. Me giré con rapidez y vi con espanto los rostros de mis compañeros, sus  mandíbulas  desencajadas y temblorosas, sus ojos dilatados.  No tarde en comprender por qué  tenían la expresión de espanto pintada en sus rostros. Miré en la  dirección donde el resto de terrestres estaba observando y  contemplé atónito, como los grandes rascacielos de nuestra ciudad comenzaban a desintegrarse, con parpadeos rápidos, semejantes a los que hace una luz fluorescente al encenderse. Partículas resplandecientes parecidas a  átomos iban desmenuzando las grandes construcciones de nuestra metrópolis dejando solo una estela  luminosa  que poco a poco se reorganizaba  para tomar una nueva forma. Mantuve la mirada clavada en la escena,  mis pies estaban pegados al suelo por una fuerza desconocida,  el miedo me había paralizado y aprecié con horror  la aparición de  casonas,  castillos, establos  de siglos de antigüedad. Todos pertenecientes a diferentes épocas y lugares.

Lo que sucedió después, no lo sé con exactitud.  Perdí la conciencia y me entregué desvalido a mi destino.

Cuando abrí los ojos, no esperaba volver a hacerlo. Aún no sé cuánto  tiempo había transcurrido desde que  todo se había oscurecido. Poco a poco las imágenes llegaron a mí como una película de recuerdos vagos, mientras las oleadas de nauseas se abrían paso por la boca de mi estomago.

Intenté sentarme, y algo me contuvo, estaba fatigado, y el no sentir la totalidad de  mi cuerpo me aturdía. Hice un esfuerzo y  levante la vista, mis parpados me pesaban, me sentía como una masa inerte. Entonces lo supe con certeza. El experimento había fracasado y aquel lugar que conocía como “Tierra” jamás volvería a ser el mismo.

 Una mezcla de escombros  y objetos ajenos a esta época adornaban las ruinas de lo que había sido nuestra ciudad. A su alrededor la muerte y desolación completaban el paisaje, cuerpos mutilados, desfigurados, moribundos  gemían  pidiendo ayuda.

Un olor parecido al azufre  inundo mis fosas nasales y un sabor metálico, amargoso lleno mi paladar.  

Vi entonces como unos seres luminosos  y enormes aparecían en medio del polvo, ellos parecían estar analizando a todos los que habíamos sobrevivido a la catástrofe.

 Estaba sorprendido, jamás en mi vida había visto semejantes criaturas, eran gigantes de aproximadamente  tres metros de alto, sin boca ni nariz, sus rostros eran ovalados y en ellos dos esferas brillantes  como ojos  nos veían  inexpresivamente.  Sus figuras asemejaban a un humanoide, con extremidades largas, flacas terminadas en dedos esqueléticos, todos llevaban túnicas blancas, parecidas a las usadas por los griegos en las épocas arcaicas. Y sus cabelleras sueltas, doradas, caían como hilos de cascadas deslizándose hasta la altura de sus hombros.

  Uno de ellos se me acercó, me examinó con la misma frialdad que se ve a un experimento  y luego, con varios extraños instrumentos  hechos de algún metal especial tomaron algunas muestras de mí.

Escuché en el  interior de mi cabeza como la frase “esta bien, este nos sirve” retumbaba. Y terminé suponiendo que se comunicaban  usando la telepatía. El gigante que me inspeccionaba terminó su trabajo, se alejó de mí y habló con otro de los de su especie que estaba a su derecha. Nuevamente  otra frase llego a mi cabeza  “llevadlo a la Reconstrucción” Parecía una orden. Y por los tintes de la frase  “Reconstrucción”  debía ser el lugar donde  estaban trasladando al resto de los sobrevivientes.
Hasta ese entonces no me había dado cuenta de la gran barcaza situada en el fondo de la ex avenida principal. Un navío gigantesco, más bien un arca donde los gigantes llevaban a los “elegidos”  por pedazos,  porque  eso era lo que quedaba, restos de nosotros unidos a objetos; ballenas pegadas a cerezos florecientes;   masas compuestas de seres vivos y otras cosas que se habían  fusionado en el instante en que el experimento falló, y que ahora eran cortadas en cubos  desplazadas y reordenadas como si fueran parte de un puzzle que  luego formaría ese nuevo mundo.

Sentí como las lagrimas amenazaban con escapar de mis ojos, quise estallar en un llanto convulsivo, colérico. Perderme en la locura. Pero no tenía sentido.
 
Ahora era casi un objeto,  un pedazo de masa moldeable, un juguete de estos  gigantes, dueños de nuestra vida y de nuestro tiempo.