No estoy seguro en que año nos
encontramos. Después de la “colisión” nuestro mundo se ha visto sujeto a
cambios significativos, llegando a limites que jamás nos hubiéramos imaginado.
El pesar recorre mis venas secas cada vez que
mi espíritu recuerda aquella parte terrestre de lo que alguna vez fui y
que deje de ser.
Yo solía ser un habitante más de
aquello que mis antepasados llamaban “tierra”. Al menos, fue así hasta antes de
los sucesos ocasionados por la “colisión”.
Comencé siendo parte de la
primera expedición encomendada para hallar “la llave” un objeto de inmensurable valor para los científicos y poderosos de nuestra época.
Nos escogieron entre un grupo de
soldados de fuerzas especiales, y nos sometieron a un minucioso entrenamiento para asegurar la
efectividad de nuestra labor. Y aunque
no estábamos seguros en su totalidad sobre qué buscábamos. No nos tardamos mucho
en hallar aquella pieza diminuta, ligera, cuya forma de engranaje de metal negrusco la hacía ver como
un fósil corriente e indefenso.
Sólo nos percatamos de lo que
significaba nuestra humilde hazaña el día en que anunciaron en el noticiero
central la congregación para informar a la población sobre el gran hallazgo
que traería en gloria y majestad el acceso
libre de los pasajes a través del tiempo.
La idea avivó la llama de la
curiosidad existente en mi interior. Sobretodo al oír que ahora podríamos tener
el dominio sobre el tiempo, saber que
pareceríamos pequeños clones de Cronos, omnipotentes, decidores de nuestras vidas,
como los antiguos dioses. Era una idea que me seducía como las polillas lo
hacen con las llamas. Lamentablemente lo
que para mí no fue más que curiosidad, para otros se convirtió en ambición y esta
a su ves en codicia; Algunos se transformaron en verdaderos reyes Midas obsesionados, ignorantes del peligro y con
ello nos trajeron la desgracia.
El día de la presentación de la
“llave” había llegado. La plaza
principal de la ciudad se encontraba tapizada de gentíos
fervientes, hambrientos del saber. Las
autoridades de aquellos tiempos, “los poderosos” como les llamábamos
habitualmente. Sonreían a nuestro mundo, a cada uno de los terrestres que lo
habitábamos. Porque por primera vez a lo
largo de toda nuestra cadena evolutiva habíamos logrado llegar a aquello que nos haría omnipresentes, a eso
que nos elevaría a la altura de “Dios”.
Cuando la máquina fue
descubierta, su apariencia me dejo perplejo, parecía un viejo y ridículo
reloj de arena, que guardaba en su
interior un líquido dorado que escurría desde el extremo superior al inferior
de manera densa. En el medio de la parte superior sustentado en el vacío, levitando se hallaba el engranaje negrusco como el onix, éste giraba de lado a
lado sin tocar los bordes haciendo un círculo perfecto y estable en el interior.
-Señores, les presento “la llave”-
exclamó la autoridad máxima con voz potente, resonante como un tambor.
La multitud estalló en aplausos,
los elogios se elevaron por los cielos y las expectativas ascendieron con ellos. Finalmente, había
llegado el momento tan anhelado por todos, el instante en que se pondría a
prueba la efectividad del aparato que nos daría acceso a través de los mundos y
la vida eterna.
Tal vez debimos detenernos en ese
instante. Porque por alguna extraña razón sentí como en lo más primario de mi
ser, florecía la advertencia de eso que mis antepasados llamaban instinto. Un claro
aviso de que no debíamos intentar doblegar al
tiempo.
Sin embargo, todo aconteció según lo planificado. La autoridad dio la
orden y el reloj de arena fue volteado,
de inmediatamente el líquido viscoso comenzó a deslizarse en dirección opuesta y el
engranaje a girar al revés con una
velocidad inimaginable, que nos hizo pensar que impactaría contra alguna de las paredes de la máquina.
Pero no fue así. No pasó mucho
cuando un zumbido parecido al de un mosquito leve, pero constante se oyó en el lugar, éste le fue seguido por una capa
de neblina densa que nos fue dejando ciegos. Estábamos deseosos, excitados por lo que sucedería, sentía la piel erizada y el corazón
amenazando con salírseme por la garganta.
Porque sabía que tras aquella pared blanquecina, se encontraba el
objeto que lo cambiaría todo.
Y así fue, pronto unos rayos de
luz gruesos con tonos amarillentos irrumpieron en la bruma alumbrándonos. De inmediato nos percatamos de que estos provenían de cada
una de las puntas del engranaje oscuro, la luminosidad encandecente volvió a
cegarnos a invadirnos atravesándonos por
completo, impidiéndonos levantar la cabeza,
haciéndonos sentir vulnerables al no poder ver qué sucedía a nuestro alrededor.
El zumbido no cesó, a ratos parecía intensificarse tornándose insoportable, lacerándome las
sienes. Por más que intenté cubrirme los
oídos el susurro se prolongaba, como si aquello proviniera desde las
profundidades de mi propio cerebro y no del exterior. Pensé que me
desvanecería, pero no sucedió, de pronto y tal como había llegado, el extraño sonido desapareció.
La sensación de silencio abismal
se abrió paso entre nosotros, podía oír las respiraciones exaltadas de mis
compañeros, los temblores en los pechos aleteando como una bandada de pájaros
cautivos, y por un instante, al olvidar la importancia del experimento. Olí el
miedo circulando con su aliento fantasmal entre nosotros.
Pensamos que había terminado lo peor cuando el
crujir de algo rompiéndose nos volvió a poner en alerta, la tierra a nuestros
pies parecía vibrar, como una fiera despertando del letargo de un largo sueño.
La superficie en la que estábamos exhalo un rugido furioso, oscilante, antes de
comenzar a moverse con violencia haciendo caer en enormes agujeros a algunos de
mis pares. Me giré con rapidez y vi con espanto los rostros de mis compañeros,
sus mandíbulas desencajadas y temblorosas, sus ojos
dilatados. No tarde en comprender por
qué tenían la expresión de espanto
pintada en sus rostros. Miré en la dirección donde el resto de terrestres estaba
observando y contemplé atónito, como los
grandes rascacielos de nuestra ciudad comenzaban a desintegrarse, con parpadeos
rápidos, semejantes a los que hace una luz fluorescente al encenderse. Partículas
resplandecientes parecidas a átomos iban
desmenuzando las grandes construcciones de nuestra metrópolis dejando solo una
estela luminosa que poco a poco se reorganizaba para tomar una nueva forma. Mantuve la mirada
clavada en la escena, mis pies estaban
pegados al suelo por una fuerza desconocida,
el miedo me había paralizado y aprecié con horror la aparición de casonas,
castillos, establos de siglos de
antigüedad. Todos pertenecientes a diferentes épocas y lugares.
Lo que sucedió después, no lo sé
con exactitud. Perdí la conciencia y me
entregué desvalido a mi destino.
Cuando abrí los ojos, no esperaba
volver a hacerlo. Aún no sé cuánto
tiempo había transcurrido desde que
todo se había oscurecido. Poco a poco las imágenes llegaron a mí como
una película de recuerdos vagos, mientras las oleadas de nauseas se abrían paso
por la boca de mi estomago.
Intenté sentarme, y algo me
contuvo, estaba fatigado, y el no sentir la totalidad de mi cuerpo me aturdía. Hice un esfuerzo y levante la vista, mis parpados me pesaban, me
sentía como una masa inerte. Entonces lo supe con certeza. El experimento había
fracasado y aquel lugar que conocía como “Tierra” jamás volvería a ser el
mismo.
Una mezcla de escombros y objetos ajenos a esta época adornaban las
ruinas de lo que había sido nuestra ciudad. A su alrededor la muerte y
desolación completaban el paisaje, cuerpos mutilados, desfigurados, moribundos gemían
pidiendo ayuda.
Un olor parecido al azufre inundo mis fosas nasales y un sabor metálico,
amargoso lleno mi paladar.
Vi entonces como unos seres
luminosos y enormes aparecían en medio
del polvo, ellos parecían estar analizando a todos los que habíamos sobrevivido
a la catástrofe.
Estaba sorprendido, jamás en mi vida había
visto semejantes criaturas, eran gigantes de aproximadamente tres metros de alto, sin boca ni nariz, sus
rostros eran ovalados y en ellos dos esferas brillantes como ojos
nos veían inexpresivamente. Sus figuras asemejaban a un humanoide, con
extremidades largas, flacas terminadas en dedos esqueléticos, todos llevaban
túnicas blancas, parecidas a las usadas por los griegos en las épocas arcaicas.
Y sus cabelleras sueltas, doradas, caían como hilos de cascadas deslizándose
hasta la altura de sus hombros.
Uno de ellos se me acercó, me examinó con la misma frialdad que se ve a
un experimento y luego, con varios
extraños instrumentos hechos de algún
metal especial tomaron algunas muestras de mí.
Escuché en el interior de mi cabeza como la frase “esta
bien, este nos sirve” retumbaba. Y terminé suponiendo que se comunicaban usando la telepatía. El gigante que me inspeccionaba
terminó su trabajo, se alejó de mí y habló con otro de los de su especie que
estaba a su derecha. Nuevamente otra
frase llego a mi cabeza “llevadlo a la Reconstrucción”
Parecía una orden. Y por los tintes de la frase
“Reconstrucción” debía ser el
lugar donde estaban trasladando al resto
de los sobrevivientes.
Hasta ese entonces no me había
dado cuenta de la gran barcaza situada en el fondo de la ex avenida principal. Un
navío gigantesco, más bien un arca donde los gigantes llevaban a los
“elegidos” por pedazos, porque
eso era lo que quedaba, restos de nosotros unidos a objetos; ballenas
pegadas a cerezos florecientes; masas
compuestas de seres vivos y otras cosas que se habían fusionado en el instante en que el
experimento falló, y que ahora eran cortadas en cubos desplazadas y reordenadas como si fueran
parte de un puzzle que luego formaría
ese nuevo mundo.
Sentí como las lagrimas
amenazaban con escapar de mis ojos, quise estallar en un llanto convulsivo,
colérico. Perderme en la locura. Pero no tenía sentido.
Ahora era casi un objeto, un pedazo de masa moldeable, un juguete de
estos gigantes, dueños de nuestra vida y
de nuestro tiempo.